La casta se venga de Milei
Lo entendían muy bien Néstor Kirchner y su esposa. Antes de mudarse a la Capital Federal, decían a los impresionados por su voluntad descomunal de acumular dinero sin preocuparse por los métodos que usaban que para hacer política en serio se necesita mucha “platita”. No se equivocaba la pareja. Aquí, lo mismo que en Estados Unidos, los dirigentes políticos y los partidos que les sirven de vehículos electorales deben mucho a su capacidad para recaudar fondos, lo que, cuando no, brinda un sinfín de oportunidades a personajes resueltos a conseguir ventajas. Puede que haya algunos ricachones que están más interesados en dar una mano a los representantes de una ideología determinada que en comprar favores, pero en todas partes abundan los motivados por aspiraciones que son netamente materiales.
Como acaba de recordarnos el caso de Javier Milei, para tener éxito en el mundillo político local no basta con ser popular y dotarse de un ideario de apariencia novedosa que otros encuentran atractivo.
También es forzoso dejarse rodear por un enjambre de seguidores deseosos de ocupar lugares en el Congreso nacional, las legislaturas provinciales y las municipalidades. Milei se proponía solucionar el problema así supuesto pidiendo a quienes se afirmaron decididos a acompañarlo que se autofinanciaran, lo que, desde luego, ha permitido a sus adversarios acusarlo de subastar cargos.
No es el único que pretende hacerlo, ya que de una forma u otra todos los partidos tienen integrantes cuya presencia puede atribuirse a su capacidad para aportar dinero, pero sucede que el libertario tuvo que apurarse y por lo tanto cayó en la tentación de hacerlo de manera mucho más desfachatada que las agrupaciones consolidadas.
La situación en que se halla Milei puede compararse con la del norteamericano Donald Trump antes de alcanzar la presidencia de su país.
Para conquistar poder, el magnate inmobiliario telegénico contaba con una imagen personal y un conjunto de ideas que eran electoralmente valiosas, pero carecían de una estructura partidaria adecuada.
Trump, que durante décadas había figurado como un demócrata neoyorquino algo excéntrico, resolvió el problema migrando al Partido Republicano para entonces triunfar en las primarias, o sea, en la interna, merced a su estilo desinhibido.
Aunque algunos republicanos se le oponían, muchos terminaron respaldándolo porque les permitió obtener los votos de millones de personas que el Partido Demócrata, dominado como estaba por académicos, periodísticas elitistas y multimillonarios progres que despreciaban a los trabajadores, había abandonado a su suerte.
Como Trump, Milei tiene una imagen que es electoralmente atractiva, de ahí el nivel de apoyo que han registrado los sondeos, y asume actitudes que lo diferencian de los demás políticos.
De éstas, la más potente se refleja en el odio por “la casta” que dice sentir; la comparten millones que se han convencido de que todos los políticos profesionales son sujetos parasitarios que se especializan en despojar a la gente honesta.
Fue de prever que, una vez superada la sorpresa producida por la irrupción de Milei y por su adhesión a teorías plasmadas un siglo atrás por economistas austríacos que casi todos ignoraban, miles de políticos menores de procedencia diversa procurarían aprovechar el nuevo fenómeno buscando lugares en las listas que le era necesario improvisar.
Con la excepción de un puñado de ultra-liberales seducidos por su mensaje económico, se trataría mayormente de oportunistas del tipo que habitualmente merodean por las franjas del escenario político con la esperanza de encontrar un nicho cómodo.
Tales individuos abundan en las distintas variantes del peronismo, sobre todo la kirchnerista en que La Cámpora opera como una agencia de colocaciones sumamente eficaz, y en otros movimientos.
Así pues, Milei no tardó en ser capturado por “la casta” que dice aborrecer. Lo ha tomado prisionero. Como ya se habrá dado cuenta, en la Argentina no es posible hacer política en serio sin la colaboración de muchas personas.
Desgraciadamente para él, a menudo las actualmente disponibles resultan ser individuos de trayectoria dudosa que están dispuestos a hacer suya cualquier doctrina socioeconómica, por extravagante que fuera, que esté de moda y, lo que les es aún más importante, podría asegurarles un lugar beneficioso en el negocio político.
Y, como Milei debía haber previsto, aquellos que por las razones que fueran se han sentido defraudados por su forma de tratarlos están reaccionando con furia, denunciándolo por haberles exigido no sólo su colaboración retórica sino también un aporte material significante a la causa que supuestamente querían apoyar.
Lo entendían muy bien Néstor Kirchner y su esposa. Antes de mudarse a la Capital Federal, decían a los impresionados por su voluntad descomunal de acumular dinero sin preocuparse por los métodos que usaban que para hacer política en serio se necesita mucha “platita”. No se equivocaba la pareja. Aquí, lo mismo que en Estados Unidos, los dirigentes políticos y los partidos que les sirven de vehículos electorales deben mucho a su capacidad para recaudar fondos, lo que, cuando no, brinda un sinfín de oportunidades a personajes resueltos a conseguir ventajas. Puede que haya algunos ricachones que están más interesados en dar una mano a los representantes de una ideología determinada que en comprar favores, pero en todas partes abundan los motivados por aspiraciones que son netamente materiales.
Como acaba de recordarnos el caso de Javier Milei, para tener éxito en el mundillo político local no basta con ser popular y dotarse de un ideario de apariencia novedosa que otros encuentran atractivo.
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