El país desmemoriado


No nos damos cuenta de que nuestra decadencia es fruto de nuestra elección. Compulsivamente volvemos a elegir a los mismos para que hagan las mismas cosas.


Vivimos en un país idiosincrásico: casi todo lo que existe o funciona en el resto del planeta no funciona acá. En los demás países, para bajar la inflación se recurre a controlar la emisión monetaria.

En la Argentina se ensayan controles de precios y se prohibe exportar productos. Obviamente así no logramos bajar la inflación (por el contrario, somos el país que ha tenido más inflación en los últimos dos siglos), pero seguimos intentando medidas que no funcionan, empecinados. Lo mismo pasa con la memoria: vivimos obsesionados con la memoria histórica. Todo el tiempo se recuerdan los crímenes de la Dictadura y aun nos enardecen los enfrentamientos entre unitarios y federales que sucedieron en el siglo XIX.

Vivimos hablando de las grandes crisis pasadas, en especial de la hiperinflación de 1989 que terminó antes de tiempo con el Gobierno de Raúl Alfonsín o del estallido de 2001 que obligó a renunciar al Gobierno de Fernando De la Rúa, pero los responsables del estallido de 2001 y los pocos sobrevivientes responsables de la inflación de 1989 van a los medios a dar cátedra sobre cómo resolver los problemas argentinos, con tan buena imagen que terminan eligiéndolos diputados o proponiéndose para alcanzar la presidencia de la Nación en 2023.

Han pasado tan solo 20 años del 2001, ese momento en el que el país cayó de golpe en la miseria. En cuestión de días, en el mes de diciembre de 2001 casi un tercio de la población cayó en la pobreza o en la indigencia.

Luego de una década en la que gran parte había perdido su trabajo y no encontraba forma digna de subsistencia el estallido del 2001 sumaba que uno de cada tres argentinos pasaba a vivir en la miseria “de golpe”, en cuestión de días. Entre enero y diciembre de 2002 era difícil ver dinero en efectivo. Y mucho del “dinero” que circulaba eran bonos completamente desvalorizados y tíquets hechos a mano de los clubes del trueque (como se llamaban las instituciones creadas ad hoc par sobrevivir: allí la gente iba, de decenas de miles, a cambiar cosas que tenía por comida, servicios personales por una ropa).

“De golpe” es la expresión que mejor define a la vida en el 2001-2002: como un cachetazo del destino del que muchos no se recuperaron jamás, gran parte de la población de la Argentina quedó totalmente desamparada. Sin nada. Viviendo aun (algunos por poco tiempo) en una casa que parecía de clase media, pero que día a día se degradaba. Fue un dolor colectivo como no se ha visto en más de 80 años.

Lo hemos olvidado. La furia callejera de 2001 tenía una consigna utópica y desesperada: “¡Que se vayan todos!”. Un pedido que expresaba una angustia anarquista desesperanzada: no se confiaba en nadie.

A pesar de que los que habían conducido el país durante los últimos años eran esencialmente los de la Unión Cívica Radical aliada a un sector minoritario del peronismo (el peronismo que se había opuesto al Gobierno de Carlos Menem), la gente en las calles expresaba que no confiaba en ningún político, sea del color partidario que fuese.

Los gritos desesperados nunca logran sus objetivos. Entre muchas otras cosas, porque están fuera de la realidad. No es posible vivir en una sociedad sin Estado y sin políticos.

Las sociedades modernas (aun la idiosincrásica Argentina) necesitan instituciones y esas instituciones necesitan funcionarios políticos. Aun nadie inventó un sistema mejor que la democracia liberal y este sistema requiere políticos profesionales. Por más que millones gritaran “¡Que se vayan todos!” estaba claro que al menos algunos no se irían. Pero se quedaron casi todos.

Incluso los que se escondieron unos años (los responsables directos del estallido), al final aparecieron de nuevo en escena y lograron los votos populares nuevamente. Todo el gabinete de De la Rúa volvió cuando Mauricio Macri ganó el gobierno de la ciudad de Buenos Aires en 2007. Apenas 6 años más tarde ya nadie recordaba que esos políticos habían sido los que llevaron el país al estallido de 2001.

Obsesionados por la memoria terminamos amnésicos. Repitiendo siempre los mismos errores. Desde 2007 hay una especie de juego entre kirchneristas y antikirchneristas que se van pasando la posta. Pero ese juego en el que participan los que no se fueron en 2001 nos va hundiendo cada vez más en una decadencia irreversible.

Ellos no se fueron. No podían irse todos. Eso era cierto. Pero se quedaron todos porque nosotros los seguimos eligiendo. Desmemoriados, echándole la culpa al de enfrente, creyendo que esto que vivimos es una fatalidad, no nos damos cuenta de que nuestra decadencia es fruto de nuestra elección. Compulsivamente volvemos a elegir a los mismos para que hagan las mismas cosas.


Exit mobile version