Guerras y literatura
Sabemos que las guerras son casi la espina dorsal de nuestra civilización. Eran consideradas inevitables como un tornado o un terremoto o la voluntad de algún dios. Y tenían su prestigio y un solo objetivo: destruir al otro.
La humanidad siempre ha sido un desastre como dábamos a entender hace una semana. Nuestra historia sobre el planeta dista mucho de ser el desarrollo de unos seres angelicales. Sabemos que las guerras son casi la espina dorsal de nuestra civilización. Eran consideradas inevitables como un tornado o un terremoto o la voluntad de algún dios. Y tenían su prestigio y un solo objetivo: destruir al otro. La destrucción iba desde someter a todo un pueblo y utilizarlo según sus conveniencias, ya sea como casi un aliado o directamente un esclavo, hasta hacerlo desaparecer de la faz de la tierra como hizo Roma con Cartago. Antes del siglo XX acusar a un pueblo de crímenes de lesa humanidad hubiese sido incomprensible porque con el enemigo, en general, no había perdón posible.
Las dos contiendas mundiales, más de 80 millones de muertes, transformaron a la guerra en algo que había que evitar, una marca vergonzante, desprestigiada y propia de una humanidad de las cavernas. Lo curioso es que las guerras continúan con el argumento de evitar las guerras, de evitar muertes, aunque siempre tendremos “daños colaterales” (¡vaya sarcasmo!) como los que están sufriendo los hombres y mujeres en Ucrania ahora, en Medio Oriente o algunos países africanos.
Por eso en todas las literaturas el tema de la guerra es importantísimo. Me animo a un somero repaso de algunas obras modernas que tienen como centro el conflicto bélico. La primera que viene a mi memoria es la inmortal “Guerra y Paz” de León Tolstoi. Una novela coral sobre la invasión napoleónica a Rusia y la resistencia del pueblo ruso. Pocos como Tolstoi han logrado narrar y describir las batallas en las que se ve un gran trabajo de investigación previo que combina hechos y personajes históricos con hechos y personajes ficticios. Los padecimientos que sufren los personajes en las batallas, aun en las victorias, muestra que estas experiencias extremas dejan una huella indeleble que los cambia definitivamente, como es el caso del célebre Pierre Bezújov.
Nadie gana en “Guerra y Paz”, salvo los burócratas de la guerra que solo miran sus propias y pueriles conveniencias rapiñadas en medio del dolor. Como siempre. “No hay nada nuevo bajo el sol”, decía el bíblico Salomón.
La humanidad siempre ha sido un desastre como dábamos a entender hace una semana. Nuestra historia sobre el planeta dista mucho de ser el desarrollo de unos seres angelicales. Sabemos que las guerras son casi la espina dorsal de nuestra civilización. Eran consideradas inevitables como un tornado o un terremoto o la voluntad de algún dios. Y tenían su prestigio y un solo objetivo: destruir al otro. La destrucción iba desde someter a todo un pueblo y utilizarlo según sus conveniencias, ya sea como casi un aliado o directamente un esclavo, hasta hacerlo desaparecer de la faz de la tierra como hizo Roma con Cartago. Antes del siglo XX acusar a un pueblo de crímenes de lesa humanidad hubiese sido incomprensible porque con el enemigo, en general, no había perdón posible.
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