La Peña: Dos pavas para un solo mate después de la siesta

No era fácil tomar mate con la abuela Alejandrina. Ella tenía sus propias reglas, ella marcaba los tiempos y también los horarios.
Un sillón cómodo era para la abuela, una silla de madera con cuero de vaca era el espacio donde se desplegaban todos los elementos necesarios y en la rueda cada uno ocupaba el lugar que encontraba.
No se podía ir antes de las cinco porque la abuela dormía siesta, se levantaba rigurosamente a las 16,30 pero su humor recién empezaba a ser amigable a las cinco. Si alguien llegaba a la rueda un rato antes, ella misma se encargaba de decirle que la ronda no había empezado. “Si querés sentate, pero el mate todavía no está listo”, decía.
Desplegaba toda su artillería. La dos pavas. Una con agua bien caliente, casi al punto de hervir, otra con agua hervida, el yerbero, la azucarera, una servilleta y algo de espacio entre sus piernas porque después de cada mate, la bombilla se lavaba y se secaba.
La abuela tenía sabiduría para cebar mates, pero bastaba que alguien metiera mano para que se lavara de inmediato. Es que en el norte del país el mate se ceba con dos pavas. Una para el mate y la otra para lavar la bombilla. Para esa se usa el agua hervida. Es decir, si no se quemaba con el mate, se quemaba con la bombilla y por eso era frecuente que los invitados a la ronda pidieran siempre que les dieran cuando ya estaba casi lavado.
De todos modos había que tener la garganta preparada para esa temperatura, porque los mates de la abuela eran un clásico, pero también era un clásico el agua muy caliente.
Con el tiempo entendí que más que la calidad de sus mates, la ronda formaba parte de una reunión familiar, de algunos amigos, o de vecinos, más que una degustación. No estaban todos los días los mismos, pero el asunto era juntarse un rato antes de poner en marcha la tarde, porque en el norte del país la tarde laboral en muchos casos arranca a las 18. El camino era primero pasar por los mates de la abuela Alejandrina y después cada uno a sus tareas.


No era fácil tomar mate con la abuela Alejandrina. Ella tenía sus propias reglas, ella marcaba los tiempos y también los horarios.
Un sillón cómodo era para la abuela, una silla de madera con cuero de vaca era el espacio donde se desplegaban todos los elementos necesarios y en la rueda cada uno ocupaba el lugar que encontraba.
No se podía ir antes de las cinco porque la abuela dormía siesta, se levantaba rigurosamente a las 16,30 pero su humor recién empezaba a ser amigable a las cinco. Si alguien llegaba a la rueda un rato antes, ella misma se encargaba de decirle que la ronda no había empezado. “Si querés sentate, pero el mate todavía no está listo”, decía.
Desplegaba toda su artillería. La dos pavas. Una con agua bien caliente, casi al punto de hervir, otra con agua hervida, el yerbero, la azucarera, una servilleta y algo de espacio entre sus piernas porque después de cada mate, la bombilla se lavaba y se secaba.
La abuela tenía sabiduría para cebar mates, pero bastaba que alguien metiera mano para que se lavara de inmediato. Es que en el norte del país el mate se ceba con dos pavas. Una para el mate y la otra para lavar la bombilla. Para esa se usa el agua hervida. Es decir, si no se quemaba con el mate, se quemaba con la bombilla y por eso era frecuente que los invitados a la ronda pidieran siempre que les dieran cuando ya estaba casi lavado.
De todos modos había que tener la garganta preparada para esa temperatura, porque los mates de la abuela eran un clásico, pero también era un clásico el agua muy caliente.
Con el tiempo entendí que más que la calidad de sus mates, la ronda formaba parte de una reunión familiar, de algunos amigos, o de vecinos, más que una degustación. No estaban todos los días los mismos, pero el asunto era juntarse un rato antes de poner en marcha la tarde, porque en el norte del país la tarde laboral en muchos casos arranca a las 18. El camino era primero pasar por los mates de la abuela Alejandrina y después cada uno a sus tareas.

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