La Peña: Muchos ingredientes para la noche del 5 de enero
Era una mezcla de ansiedad, sueños abundantes, expectativas y terror. Y después vendría la desilusión por la desigualdad.
Todo eso podía ocurrir en la noche del 5 de enero cuando esperábamos a los Reyes Magos. El no saber si podíamos abrir los ojos, si los Reyes se dejarían ver o si abrir los ojos podía implicar que no nos dejaran nada, eran las preguntas clave en esa noche. Y lo peor: no había respuestas.
Jamás un 5 a la noche nos acostamos temprano porque mirábamos las estrellas y sentíamos que estaban cerca, que en cualquier momento aparecían y nos iban a encontrar despiertos. Nos preguntábamos si el patio chico de casa era capaz de albergar aunque sea un camello. Y nuestros padres nos respondían que los Reyes Magos se acomodaban en cualquier lugar. Ellos acompañaban la vigilia con alguna sidra que había sobrado de las fiestas de fin de año.
La espera era capaz de condicionar hasta nuestras idas al baño. Creíamos que a lo mejor los Reyes llegarían mientras estábamos ausentes por un minuto. Entonces era necesario que uno fuera y el otro vigilara para que nada nos sorprendiera.
Y el terror venía detrás de la idea de despertar con el ruido de los papeles que envolvían los regalos y al abrir los ojos ver a los reyes muy de cerca. Eran buenos, pero quien sabe si el verlos por única vez no nos iba a implicar un tremendo susto.
Era esa mezcla de sensaciones. Felicidad, espera interminable, sueños por cumplir y hasta desilusión.
Una vez les habíamos pedido una bici. Y los Reyes llegaron con un autito de madera. Y no había teléfonos ni 0800 de reclamos. Nos convencimos que las cartas se podrían haber traspapelado porque cada año se repetía el incumplimiento.
De todos modos era el gran acontecimiento de cada inicio de año. Esperar los Reyes era abrir la puerta a la ilusión. Si papá Noel venía pobre, nos quedaba la chance de que los Reyes vinieran mejores.
Era una mezcla de ansiedad, sueños abundantes, expectativas y terror. Y después vendría la desilusión por la desigualdad.
Todo eso podía ocurrir en la noche del 5 de enero cuando esperábamos a los Reyes Magos. El no saber si podíamos abrir los ojos, si los Reyes se dejarían ver o si abrir los ojos podía implicar que no nos dejaran nada, eran las preguntas clave en esa noche. Y lo peor: no había respuestas.
Jamás un 5 a la noche nos acostamos temprano porque mirábamos las estrellas y sentíamos que estaban cerca, que en cualquier momento aparecían y nos iban a encontrar despiertos. Nos preguntábamos si el patio chico de casa era capaz de albergar aunque sea un camello. Y nuestros padres nos respondían que los Reyes Magos se acomodaban en cualquier lugar. Ellos acompañaban la vigilia con alguna sidra que había sobrado de las fiestas de fin de año.
La espera era capaz de condicionar hasta nuestras idas al baño. Creíamos que a lo mejor los Reyes llegarían mientras estábamos ausentes por un minuto. Entonces era necesario que uno fuera y el otro vigilara para que nada nos sorprendiera.
Y el terror venía detrás de la idea de despertar con el ruido de los papeles que envolvían los regalos y al abrir los ojos ver a los reyes muy de cerca. Eran buenos, pero quien sabe si el verlos por única vez no nos iba a implicar un tremendo susto.
Era esa mezcla de sensaciones. Felicidad, espera interminable, sueños por cumplir y hasta desilusión.
Una vez les habíamos pedido una bici. Y los Reyes llegaron con un autito de madera. Y no había teléfonos ni 0800 de reclamos. Nos convencimos que las cartas se podrían haber traspapelado porque cada año se repetía el incumplimiento.
De todos modos era el gran acontecimiento de cada inicio de año. Esperar los Reyes era abrir la puerta a la ilusión. Si papá Noel venía pobre, nos quedaba la chance de que los Reyes vinieran mejores.
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