La Peña: Siempre verdes o naranjas agrias, todo vale a la hora del juego

Ni los frutos del siempre verde ni las naranjas agrias eran objetos indicados para llevar a la escuela. Eran útiles y divertidos, pero implicaban un problema en sí mismo.
Los bolsillos llenos de las pelotitas de siempre verde eran un objeto de provocación y al mismo tiempo un mecanismo de defensa. También un juego.
El cañito de la lapicera hacía de disparador y los frutos del siempre verde eran los proyectiles. Y todo era calma hasta que alguno disparaba donde no debía y se armaba. Se plantaba la maestra al lado de cada banco y decía: “deme lo que tiene en el bolsillo”. Para colmo ese fruto si estaba maduro manchaba de negro el guardapolvos blanco, de modo que era inevitable mostrar las evidencias.
Y luego la clásica, la nota para los padres, el mensaje de “no venga mañana si no viene con su padre” y todo eso. A la mañana siguiente veníamos con el padre y poco más nos traía de la oreja. Ahí le contaban lo ocurrido y la respuesta de siempre. “Yo lo voy a arreglar en casa”.
Y ese lo voy a arreglar en casa implicaba que toda la jornada de clases íbamos a estar pensando en eso.
Pero ni aún así alcanzaba para frenar esos juegos. Es que en la escuela las pelotas solo se usaban en las clases de educación física, de modo que había que improvisar. Y las naranjas agrias eran nuestra aliadas.
Eran duras como una piedra y una pisada no alcanzaba a destruirlas. Las zapatillas pampero blancas, re contra blancas, quedaban verdes porque la naranja que servía para el fútbol era la verde, la más dura.
Había abundantes, porque varias plantas rodeaban el perímetro de la escuela. Antes de entrar cada uno debía poner dos o tres en su portafolios y cuando empezaba el partido se juntaban. Y Julio Varela era el encargado de esconderlas en la acequia de la escuela cuando aparecía algún maestro que podía meternos en problemas.
El partido podía interrumpirse por dos razones: o nos quitaban las naranjas, o con un vidrio de un aula roto fruto del fragor del juego. Pero no se detenía el placer de jugar.


Ni los frutos del siempre verde ni las naranjas agrias eran objetos indicados para llevar a la escuela. Eran útiles y divertidos, pero implicaban un problema en sí mismo.
Los bolsillos llenos de las pelotitas de siempre verde eran un objeto de provocación y al mismo tiempo un mecanismo de defensa. También un juego.
El cañito de la lapicera hacía de disparador y los frutos del siempre verde eran los proyectiles. Y todo era calma hasta que alguno disparaba donde no debía y se armaba. Se plantaba la maestra al lado de cada banco y decía: “deme lo que tiene en el bolsillo”. Para colmo ese fruto si estaba maduro manchaba de negro el guardapolvos blanco, de modo que era inevitable mostrar las evidencias.
Y luego la clásica, la nota para los padres, el mensaje de “no venga mañana si no viene con su padre” y todo eso. A la mañana siguiente veníamos con el padre y poco más nos traía de la oreja. Ahí le contaban lo ocurrido y la respuesta de siempre. “Yo lo voy a arreglar en casa”.
Y ese lo voy a arreglar en casa implicaba que toda la jornada de clases íbamos a estar pensando en eso.
Pero ni aún así alcanzaba para frenar esos juegos. Es que en la escuela las pelotas solo se usaban en las clases de educación física, de modo que había que improvisar. Y las naranjas agrias eran nuestra aliadas.
Eran duras como una piedra y una pisada no alcanzaba a destruirlas. Las zapatillas pampero blancas, re contra blancas, quedaban verdes porque la naranja que servía para el fútbol era la verde, la más dura.
Había abundantes, porque varias plantas rodeaban el perímetro de la escuela. Antes de entrar cada uno debía poner dos o tres en su portafolios y cuando empezaba el partido se juntaban. Y Julio Varela era el encargado de esconderlas en la acequia de la escuela cuando aparecía algún maestro que podía meternos en problemas.
El partido podía interrumpirse por dos razones: o nos quitaban las naranjas, o con un vidrio de un aula roto fruto del fragor del juego. Pero no se detenía el placer de jugar.

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