La Peña: Un asado fue capaz de resumir años de distancia
Los asados improvisados son los que se disfrutan más. Y esta vez no había nada planeado.
Llevábamos años sin vernos con un amigo. Estaba latente un encuentro en su casa, con sus hijos, con sus nietos. Pero sin demasiada organización.
Aparecí una mañana en su casa, me invitó con mates y pan casero, fuimos a ver su taller mecánico, que un poco era el resumen de su vida laboral. A su edad ese era el capital que pudo hacer. Modesto, con clientes de autos modelos viejos, pero de pie.
Después las charlas interminables, las preguntas por los padres que ya no están. Hasta que dijimos ¿y si hacemos un asado?.
Y ese trámite implicó rápidos movimientos de búsqueda de carne, pan, chorizos y tomates. Con eso además del vino y la soda alcanzaba para que el encuentro valiera la pena.
El vino y la soda son por un lado un gusto y por otro lado una precaución. Hasta diría una garantía de que la sobremesa dure más y sin sobresaltos.
En poco tiempo mi amigo me dijo que su casa no tenía comodidades, que solo había cinco sillas y que los vasos no alcanzaban. Pero no eran razones válidas para no hacerlo.
No importa. Y pusimos manos a la obra. Mi amigo pidió que pusieran la mesa. Éramos 9 para el almuerzo. Cinco sillas tapizadas, dos de algarrobo, de las que se usan en el campo, con cuero estirado de vaca, un cajón vacío de cerveza y un tarro de 20 litros con una madera arriba.
Varias generaciones a la misma mesa. Distintos, muy distintos, pero iguales a la hora de disfrutar de un encuentro que demoró años en llegar. Ni él sabía de mi familia ni yo de la de él. Pero el asado nos unió, nos reímos y solo el sol pudo corrernos cuando a las tres de la tarde una punta de la mesa no tenía más protección de la higuera del patio. De pronto sentí que la infancia discontinuada volvía a estar a la vista, que no hubo años ni distancia que apagaran las picardías compartidas ni los sueños de ser grandes. Y un asado sin mucho detalle lo hizo posible.
Los asados improvisados son los que se disfrutan más. Y esta vez no había nada planeado.
Llevábamos años sin vernos con un amigo. Estaba latente un encuentro en su casa, con sus hijos, con sus nietos. Pero sin demasiada organización.
Aparecí una mañana en su casa, me invitó con mates y pan casero, fuimos a ver su taller mecánico, que un poco era el resumen de su vida laboral. A su edad ese era el capital que pudo hacer. Modesto, con clientes de autos modelos viejos, pero de pie.
Después las charlas interminables, las preguntas por los padres que ya no están. Hasta que dijimos ¿y si hacemos un asado?.
Y ese trámite implicó rápidos movimientos de búsqueda de carne, pan, chorizos y tomates. Con eso además del vino y la soda alcanzaba para que el encuentro valiera la pena.
El vino y la soda son por un lado un gusto y por otro lado una precaución. Hasta diría una garantía de que la sobremesa dure más y sin sobresaltos.
En poco tiempo mi amigo me dijo que su casa no tenía comodidades, que solo había cinco sillas y que los vasos no alcanzaban. Pero no eran razones válidas para no hacerlo.
No importa. Y pusimos manos a la obra. Mi amigo pidió que pusieran la mesa. Éramos 9 para el almuerzo. Cinco sillas tapizadas, dos de algarrobo, de las que se usan en el campo, con cuero estirado de vaca, un cajón vacío de cerveza y un tarro de 20 litros con una madera arriba.
Varias generaciones a la misma mesa. Distintos, muy distintos, pero iguales a la hora de disfrutar de un encuentro que demoró años en llegar. Ni él sabía de mi familia ni yo de la de él. Pero el asado nos unió, nos reímos y solo el sol pudo corrernos cuando a las tres de la tarde una punta de la mesa no tenía más protección de la higuera del patio. De pronto sentí que la infancia discontinuada volvía a estar a la vista, que no hubo años ni distancia que apagaran las picardías compartidas ni los sueños de ser grandes. Y un asado sin mucho detalle lo hizo posible.
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