Hoteles

Tito y José Luis tenían la mejor pieza del hotel “La Buena Estrella”. Aunque nunca una palabra -“Hotel”- fue un eufemismo tan acabado. En Tucumán al 700, en Buenos Aires, hay un par de edificios antiguos donde funcionan estos “Hoteles para pasajeros”. Dos por piso. Por lo general están repletos de inmigrantes. Gente del interior, del Paraguay, de Bolivia, del Perú, de Chile. Son ellos quienes ocupan la mayoría de las camas. El resto es propiedad de una fauna extraña e indescifrable. Prostitutas, “ejecutivos de ventas”, vendedores, seres anónimos. El hotel todavía estaba un poco lejos, no demasiado, de ser una pocilga. Tito y José habían conocido otros peores. Recuerdo especialmente uno de calle Ayacucho que sólo tenía habitaciones “disponibles” en la terraza del edificio. Eran reductos asfixiantes, miserables, que además debían ser compartidos. El punto es que la pieza era suya. Antes había sido propiedad de un par de “prostis” de Lavalle que ahora debían conformarse con un cuchitril sin ventanas aunque un poco más barato. La pieza de Tito y José, en cambio, tenía enormes ventanales que daban a la calle. Habían encontrado un televisor en blanco y negro, a tubos, en un basural de electrodomésticos. Limpiaban muy de cuando en cuando. “Acá lo importante es que es la mejor pieza, hermano”, decían a coro y con el brazo abarcaban su adorado territorio. Considerable si se lo comparaba con los otros. Años después volví al mismo hotel para visitar a Carlos, otro amigo. Entonces fui verdaderamente consciente de las diferencias. La pieza de Carlos era un tubo oscuro donde lo único que se podía hacer era cerrar los ojos. Y Carlos necesitaba dormir más que nadie después de trabajar en una fábrica entre 14 horas diarias. Dormir y soñar porque, según leí en unos de sus diarios personales, en sus sueños, Carlos era otro: amante esposo y padre que vivía con su familia en un departamento en San Cristóbal. En el pequeño palacio de mis amigos devoré sin plan varios títulos, desde Shakespeare a la nueva e irreverente literatura latinoamericana encabezada por Rodrigo Fresán y Alberto Fuguet. La lectura puede representar un placer sin comparación para mucha gente, para mí todavía es un método de supervivencia. Un refugio. Mientras leía, los parlantes del televisor escupían la risa atenazada de Marcelo Tinelli, después las que venían con las novelas juveniles al estilo de “Clave de sol” y luego las de las tiras cómicas, los unitarios, los programas de concursos. Cuando se hacía tarde, a todos nos dolían los ojos. Cada uno hacía lo que podía para no ver derecho. Días atrás un amigo, Pablo Perantuono (editor de la sección Deportes de este diario), me comentó su insólito encuentro con Carlos Avila en París, el zar de los medios de origen paraguayo. Más allá de quién es Avila, alguna vez leí que siendo un crío, había llegado junto a su madre por primera vez a Buenos Aires una noche de lluvia para alojarse en un hotel de calle Tucumán. Tal vez leí mal, no puedo jurarlo. También recuerdo que abajo, en el oneroso mundo del microcentro, la velocidad era otra. En los pisos de los hoteles de Tucumán o calle Ayacucho o Córdoba, el tiempo siempre estaba detenido. Abajo, la vida corría por una banda ancha. Supongo que aún lo hace. Ahora sólo guardo postales del pasado. Un almacén donde comprábamos unas salchichas indecentes. Tipos, grises como nosotros, sentados en las escalinatas de sus propias ratoneras esperando, sin saberlo, a Gogot. Cuando juegas en esa categoría, el planeta entero semeja un shopping en el que no puedes comprar nada. Aun teniendo el dinero, no tiene sentido. Las cosas pasan a través tuyo, las calles, los afectos. Te transformas en un vampiro sediento que nadie ve excepto tus compañeros de ruta, otros vampiros, otros Frankenstein de la posmodernidad. Ni el más común de los vecinos cruza su mirada con la tuya. Falta una parte de ti para estar completo. Vuelves cansado de trabajar por muy poco al microespacio que alquilas. Te encierras entre sus puertas y, si, esperas fumando a Gogot. Nunca llega. No tengo datos. Sólo cabos sueltos. No soy capaz de grandes conclusiones acerca de la pobreza o la marginalidad, a pesar de haber sido pobre y marginal en distintos momentos y geografías. Entiendo que muy pocos logran salir de aquellos hoteles. Con mucha suerte dejan la piel del hastío y la cambian por algo semejante a la esperanza. Adquieren cierto estilo, redención, un sitio donde depositar sus huesos. Se vuelven normales, y eso será lo más especial que jamás le ocurra en la vida a un sobreviviente. También sé que quienes emergen del dolor y han sido dotados con un talento, y gracias a él son capaces de quitarse el barro de encima, no salen indemnes del viaje. Por supuesto han perdido la inocencia y tal vez algo peor, la capacidad de sentir alegría. Andan por allí un poco muertos, un poco vivos. Fóbicos de pequeñas cosas que no asustarían a un bebé e insensibles a las catástrofes. Tengo en la cabeza a un par de náufragos reencarnados. No son Tito ni José Luis, que emergieron a su manera. Me refiero a otros, fríos e infernales como un volcán bajo la Antártida. Seguramente la historia de los hombres no habría apostado por ellos. No eran particularmente fuertes. Sin embargo, ahí están. Me han dicho que si los viera no los reconocería.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


Tito y José Luis tenían la mejor pieza del hotel “La Buena Estrella”. Aunque nunca una palabra -“Hotel”- fue un eufemismo tan acabado. En Tucumán al 700, en Buenos Aires, hay un par de edificios antiguos donde funcionan estos “Hoteles para pasajeros”. Dos por piso. Por lo general están repletos de inmigrantes. Gente del interior, del Paraguay, de Bolivia, del Perú, de Chile. Son ellos quienes ocupan la mayoría de las camas. El resto es propiedad de una fauna extraña e indescifrable. Prostitutas, “ejecutivos de ventas”, vendedores, seres anónimos. El hotel todavía estaba un poco lejos, no demasiado, de ser una pocilga. Tito y José habían conocido otros peores. Recuerdo especialmente uno de calle Ayacucho que sólo tenía habitaciones “disponibles” en la terraza del edificio. Eran reductos asfixiantes, miserables, que además debían ser compartidos. El punto es que la pieza era suya. Antes había sido propiedad de un par de “prostis” de Lavalle que ahora debían conformarse con un cuchitril sin ventanas aunque un poco más barato. La pieza de Tito y José, en cambio, tenía enormes ventanales que daban a la calle. Habían encontrado un televisor en blanco y negro, a tubos, en un basural de electrodomésticos. Limpiaban muy de cuando en cuando. “Acá lo importante es que es la mejor pieza, hermano”, decían a coro y con el brazo abarcaban su adorado territorio. Considerable si se lo comparaba con los otros. Años después volví al mismo hotel para visitar a Carlos, otro amigo. Entonces fui verdaderamente consciente de las diferencias. La pieza de Carlos era un tubo oscuro donde lo único que se podía hacer era cerrar los ojos. Y Carlos necesitaba dormir más que nadie después de trabajar en una fábrica entre 14 horas diarias. Dormir y soñar porque, según leí en unos de sus diarios personales, en sus sueños, Carlos era otro: amante esposo y padre que vivía con su familia en un departamento en San Cristóbal. En el pequeño palacio de mis amigos devoré sin plan varios títulos, desde Shakespeare a la nueva e irreverente literatura latinoamericana encabezada por Rodrigo Fresán y Alberto Fuguet. La lectura puede representar un placer sin comparación para mucha gente, para mí todavía es un método de supervivencia. Un refugio. Mientras leía, los parlantes del televisor escupían la risa atenazada de Marcelo Tinelli, después las que venían con las novelas juveniles al estilo de “Clave de sol” y luego las de las tiras cómicas, los unitarios, los programas de concursos. Cuando se hacía tarde, a todos nos dolían los ojos. Cada uno hacía lo que podía para no ver derecho. Días atrás un amigo, Pablo Perantuono (editor de la sección Deportes de este diario), me comentó su insólito encuentro con Carlos Avila en París, el zar de los medios de origen paraguayo. Más allá de quién es Avila, alguna vez leí que siendo un crío, había llegado junto a su madre por primera vez a Buenos Aires una noche de lluvia para alojarse en un hotel de calle Tucumán. Tal vez leí mal, no puedo jurarlo. También recuerdo que abajo, en el oneroso mundo del microcentro, la velocidad era otra. En los pisos de los hoteles de Tucumán o calle Ayacucho o Córdoba, el tiempo siempre estaba detenido. Abajo, la vida corría por una banda ancha. Supongo que aún lo hace. Ahora sólo guardo postales del pasado. Un almacén donde comprábamos unas salchichas indecentes. Tipos, grises como nosotros, sentados en las escalinatas de sus propias ratoneras esperando, sin saberlo, a Gogot. Cuando juegas en esa categoría, el planeta entero semeja un shopping en el que no puedes comprar nada. Aun teniendo el dinero, no tiene sentido. Las cosas pasan a través tuyo, las calles, los afectos. Te transformas en un vampiro sediento que nadie ve excepto tus compañeros de ruta, otros vampiros, otros Frankenstein de la posmodernidad. Ni el más común de los vecinos cruza su mirada con la tuya. Falta una parte de ti para estar completo. Vuelves cansado de trabajar por muy poco al microespacio que alquilas. Te encierras entre sus puertas y, si, esperas fumando a Gogot. Nunca llega. No tengo datos. Sólo cabos sueltos. No soy capaz de grandes conclusiones acerca de la pobreza o la marginalidad, a pesar de haber sido pobre y marginal en distintos momentos y geografías. Entiendo que muy pocos logran salir de aquellos hoteles. Con mucha suerte dejan la piel del hastío y la cambian por algo semejante a la esperanza. Adquieren cierto estilo, redención, un sitio donde depositar sus huesos. Se vuelven normales, y eso será lo más especial que jamás le ocurra en la vida a un sobreviviente. También sé que quienes emergen del dolor y han sido dotados con un talento, y gracias a él son capaces de quitarse el barro de encima, no salen indemnes del viaje. Por supuesto han perdido la inocencia y tal vez algo peor, la capacidad de sentir alegría. Andan por allí un poco muertos, un poco vivos. Fóbicos de pequeñas cosas que no asustarían a un bebé e insensibles a las catástrofes. Tengo en la cabeza a un par de náufragos reencarnados. No son Tito ni José Luis, que emergieron a su manera. Me refiero a otros, fríos e infernales como un volcán bajo la Antártida. Seguramente la historia de los hombres no habría apostado por ellos. No eran particularmente fuertes. Sin embargo, ahí están. Me han dicho que si los viera no los reconocería.

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