De regreso al mundo de ayer


Putin y su homólogo chino Xi Jinping están firmemente convencidos de que lo que mueve la historia es el “carácter nacional” de los distintos pueblos.


Putin habla en conferencia de prensa en Moscú, 1 de febrero de 2022. (Yuri Kochetkov/Pool Photo via AP, File)

Para justificar la invasión de Ucrania, Vladimir Putin dice que sus habitantes son en verdad rusos aun cuando se resistan a entenderlo y, de todos modos, hablan un dialecto del mismo idioma; por lo tanto, no tienen derecho a separarse de la madre patria. Es de suponer que piensa lo mismo de la independencia de la vecina Bielorrusia, aunque por ahora está dispuesto a fingir respetarla porque el dictador Alexandr Lukashensko está comportándose como un vasallo dócil.

En opinión de Putin, hay que privilegiar los vínculos étnicos que, como ha subrayado una y otra vez en sus discursos y escritos recientes, significan que las eventuales diferencias entre rusos y ucranianos son como las que podrían encontrarse en cualquier familia en que los lazos de sangre importan más que las obligaciones legales o las eventuales preferencias de sus integrantes.

Aunque hace relativamente poco tales ideas eran consideradas normales en todas partes, mucho ha cambiado en América del Norte y Europa occidental en los años últimos. Impulsado por activistas decididos a eliminar lo que denunciaban como residuos vergonzosos dejados por el imperialismo blanco, cobraría fuerza en los países más prósperos un movimiento de repudio de cualquier forma de discriminación, por mínima que fuera, de origen racial, político, lingüístico, religioso o, andando el tiempo, sexual.

Gracias a tales esfuerzos, en países del “primer mundo” han proliferado “minorías” propensas a victimizarse a fin de conseguir beneficios a costillas de la mayoría que, presionada por quienes dominaban la cultura local y por lo tanto muchas instituciones políticas, aceptaría hacer lo posible por complacerlas.

Para los progresistas norteamericanos y europeos occidentales, la diversidad cultural y étnica resultante hace que sus países sean más fuertes, pero quienes llevan la voz cantante en Rusia, China y muchos otros países, entre ellos Polonia y Hungría, creen que haber permitido la inmigración de una multitud de hombres y mujeres de culturas que son tan radicalmente diferentes como las islámicas, fue un error gravísimo que está teniendo consecuencias catastróficas.

Aunque la resistencia del gobierno polaco y del húngaro a abrir las fronteras para que entren contingentes de refugiados procedentes del Oriente Medio, África y el Sur de Asia ha producido indignación en Bruselas, su postura ha motivado el entusiasmo de nacionalistas en Francia e Italia que anteponen la solidaridad instintiva que dicen sentir con su propia etnia al ideal de la fraternidad universal que reivindican los dirigentes de la Unión Europea. Muchos simpatizan con el mandamás ruso aun cuando no compartan su desprecio por la soberanía de países débiles.

Putin y su homólogo chino Xi Jinping no han tratado de ocultar la mezcla de perplejidad y desprecio que les ocasiona lo que toman por la vocación suicida de pueblos que aún son ricos pero que, creen, han perdido confianza en la civilización que ellos mismos construyeron. Para ellos, el multiculturalismo occidental es un síntoma del derrotismo que, esperan, los ayudará a asegurar que sus propios países – agrandado en el caso de Rusia por la incorporación de comunidades afines que se encuentran en su “esfera de influencia” -, se erijan en las superpotencias de mañana. Están firmemente convencidos de que lo que mueve la historia es el “carácter nacional” de los distintos pueblos.

Sería difícil negar que, a menos que los habitantes de una nación compartan el mismo “relato”, no le será dado mantenerse unida por mucho tiempo, pero no hay ningún acuerdo sobre la mejor forma de cohesionar una sociedad moderna. Por fortuna, escasean los capaces de aplicar la solución tradicional que consiste en obligar a todos a jurar lealtad a un jefe todopoderoso. Otra, que conserva su vigencia en partes del mundo musulmán, hace de la uniformidad religiosa el adhesivo buscado, mientras que los soviéticos procuraron hacer lo mismo con una teoría económica.

Menos rígidos que tales arreglos pero, a juicio de muchos, igualmente perversos, son los que privilegian los lazos étnicos por suponer que no es suficiente limitarse a pedir que todos se subordinen a ciertas reglas básicas, como es el caso en las democracias occidentales encabezadas por Estados Unidos.

En tales países se ha puesto de moda exaltar la diversidad y el multiculturalismo, mientras que en Rusia y China los gobiernos prefieren hablar de unidad nacional y de las características a su juicio especiales de los eslavos o del pueblo han. Es su propia versión, una positiva, por decirlo así, de la “política de la identidad” con la que, en los países anglohablantes, grupos contestatarios están procurando demoler el orden establecido.


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Putin habla en conferencia de prensa en Moscú, 1 de febrero de 2022. (Yuri Kochetkov/Pool Photo via AP, File)

Para justificar la invasión de Ucrania, Vladimir Putin dice que sus habitantes son en verdad rusos aun cuando se resistan a entenderlo y, de todos modos, hablan un dialecto del mismo idioma; por lo tanto, no tienen derecho a separarse de la madre patria. Es de suponer que piensa lo mismo de la independencia de la vecina Bielorrusia, aunque por ahora está dispuesto a fingir respetarla porque el dictador Alexandr Lukashensko está comportándose como un vasallo dócil.

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