Europa frente a los fantasmas del pasado
Al ser una región tan fragmentada, muchos temen que el eventual renacer del espíritu guerrero que piden los norteamericanos tenga consecuencias devastadoras.
Hace más de veinte años, el escritor Robert Kagan dijo que los europeos son de Venus y sus compatriotas norteamericanos, tan belicistas ellos, de Marte. No se equivocaba. Desde mediados del siglo pasado, los políticos del Viejo Continente han podido concentrarse en el bienestar social, lo que les permitió enorgullecerse de sus sentimientos compasivos, mientras que los del Nuevo se veían obligados a preocuparse por temas militares supuestamente desactualizados. Si bien muchos europeos se acostumbraron a tomar la diferencia así supuesta por evidencia de su propia superioridad ética y cultural, se debió a que, gracias a la protección que les brindaban los norteamericanos, les fue posible negarse a gastar mucho dinero en sus fuerzas armadas.

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Puede entenderse, pues, el pánico que ha provocado en Europa la actitud de Donald Trump que acaba de informarles a sus aliados de la OTAN que en adelante tendrán que encargarse de su propia defensa. Si bien otros presidentes norteamericanos, como Clinton, los Bush, Obama y Biden, decían más o menos lo mismo, se trataba de sugerencias suaves, no de una advertencia brutal como la del presidente de la superpotencia reinante.
Aunque los líderes europeos se manifiestan indignados por la manera insultante con que Trump, el vicepresidente J.D. Vance y otros los han criticado, acusándolos de ser parásitos que se han entregado a una mentalidad derrotista, no pueden sino reconocer que, en el fondo, los norteamericanos tienen razón. Sin embargo, son conscientes de que para mejorar y agrandar sus raleadas fuerzas armadas, no les sería suficiente invertir más dinero en ellas, algo que les sería muy difícil en una época de estrechez económica. También les sería necesario impulsar cambios culturales en sociedades en que se ha hecho habitual denigrar el patriotismo y despreciar como machista y anticuada la voluntad de sacrificarse por el bien de la comunidad.
Lo que están pidiendo Trump y sus colaboradores es que Europa tenga su propia versión de la revolución, o contrarrevolución, que están procurando llevar a cabo en Estados Unidos. Pueden señalar que, en vista de la amenaza planteada por la Rusia expansionista de Vladimir Putin, no hay más alternativa, que a menos que los europeos se rearmen en serio, no les será dado ayudar a Ucrania a conservar lo que quede de su independencia o garantizar la de Polonia y los pequeños países bálticos que, hasta hace muy poco, formaron parte del imperio soviético, es decir, ruso, que Putin – con la aprobación aparente de Trump – , está resuelto a resucitar.
Con todo, aunque parece indiscutible que los norteamericanos tienen motivos legítimos para sentirse fastidiados por la negativa de los europeos, que cuentan con recursos humanos y económicos abundantes, a aportar mucho más a la defensa común, pasan por alto algunos datos clave. A pesar de todas las diferencias étnicas y políticas que tantos problemas están ocasionando, Estados Unidos es una nación relativamente homogénea. En cambio, Europa es un mosaico variopinto de pueblos de tradiciones, lenguas e historias radicalmente distintas en que, durante milenios, han sido rutinarios conflictos feroces entre vecinos. Es por lo tanto natural temer que, en Europa, el eventual renacer del espíritu guerrero que están pidiendo los norteamericanos tendría consecuencias internas devastadoras que aprovecharían sus enemigos externos.
Las elites tecnocráticas que gobiernan países europeos como Francia, Alemania y el Reino Unido saben que los más beneficiados por la campaña que están librando Trump en su contra son los “ultraderechistas” que últimamente han avanzado mucho en casi todos los países. Se ha hecho tan intensa la sensación de que el orden establecido perjudica sistemáticamente a la mayoría, que están en marcha cambios sociopolíticos parecidos a los que posibilitaron el triunfo de Trump en Estados Unidos y, claro está, el de Javier Milei aquí. Sin embargo, por ser Europa una región tan fragmentada, los riesgos planteados por la bronca generalizada son mayores que en otras partes del mundo.
La resistencia de los dirigentes europeos a asumir sus responsabilidades estratégicas se debe a algo más que la propensión de políticos en países democráticos a dar prioridad a las elecciones próximas. Tienen que tomar en cuenta peligros que apenas existen en Estados Unidos.
Puede que estén en lo cierto quienes confían en que en Europa la mayoría abrumadora no tiene ninguna intención de dejarse fascinar por los fantasmas del pasado, pero tanto está en juego que es comprensible que los gobiernos prefieran proceder con mucha cautela por miedo a lo que podría suceder si cometieran lo que, de ser otras las circunstancias, serían errores menores.
Hace más de veinte años, el escritor Robert Kagan dijo que los europeos son de Venus y sus compatriotas norteamericanos, tan belicistas ellos, de Marte. No se equivocaba. Desde mediados del siglo pasado, los políticos del Viejo Continente han podido concentrarse en el bienestar social, lo que les permitió enorgullecerse de sus sentimientos compasivos, mientras que los del Nuevo se veían obligados a preocuparse por temas militares supuestamente desactualizados. Si bien muchos europeos se acostumbraron a tomar la diferencia así supuesta por evidencia de su propia superioridad ética y cultural, se debió a que, gracias a la protección que les brindaban los norteamericanos, les fue posible negarse a gastar mucho dinero en sus fuerzas armadas.
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