¿Fin de la democracia liberal?

Dario Tropeano, abogado. Docente de la Facultad de Economía UNCo.

La democracia liberal ha sido una construcción sociopolítica que define su forma a través del cambio de una forma de gobierno: el fin de las monarquías absolutas y la construcción de una nueva comunidad socioeconómica. Esa comunidad se estructuró con derechos políticos (voto individual, partidos), libertad económica, y en el caso europeo por los principios de igualdad, libertad y fraternidad emergentes de revolución francesa.

Lo anglosajones optaron por darle valor a la libertad económica, la que pregonaron en el desarrollo de sus imperios mientras mantenían políticas internas proteccionistas para impulsar su desarrollo interno. Este sistema ha funcionado durante más de dos siglos, alcanzando su apogeo luego de la Segunda Guerra Mundial: se impuso al dólar como la moneda del comercio mundial regulando los mercados de los principales productos y materias primas.

Pero el sistema de acumulación del capital, que aspira todos los recursos económicos posibles con velocidad intensiva concentrándolos en pocas manos, fue perdiendo rentabilidad en la medida que se ampliaban los derechos sociales y los ingresos. Esos derechos implican un costo que debieron resignar los dueños del capital y una nueva vuelta de tuerca ajustó los valores: la globalización neoliberal. A través de ella el occidente rico vació de industria Europa y EE.UU, endeudó a la población global y llevó al negocio financiero a su máxima expresión: las principales ganancias se obtienen especulando en instrumentos financieros que carecen de valor intrínseco, solo sostenido por una emisión monetaria descontrolada que hoy aparece como la causa de la ausencia de todo valor de las monedas nacionales.
Los efectos sociales han sido brutales para las clases medias (en EE.UU. casi el 40% de la población no tiene ahorros por más de U$S 400, el 1% de los hogares detenta el 42% de la riqueza) occidentales que desaparecen en un mundo que ya no volverá (en Europa asistimos literalmente al fin del estado del bienestar).


La crisis del año 2008 (la que explicamos desde estas páginas desde aquella época) agotó el modelo de globalización y llevo a occidente a una quiebra global que hoy vemos –y veremos más claramente a la brevedad- en toda su manifestación. En política, la impotencia de las clases medias empobrecidas la vemos con la irrupción de las nuevas ultraderechas nacionales. La impotencia de la caída, el empobrecimiento, la imposibilidad de ascender socialmente se imputa a los políticos, al populismo, al Estado, a la falta de libertad económica. La solución para cortar esto es palo a los pobres, armas, violencia, cárceles, libertad económica para poder desarrollarnos, arrasamiento con la casta política.
En las crisis aparecen los mesiánicos que en realidad no cuestionan en nada la estructura de desigualdad que se agiganta sin parar, dado que el capital sin control todo lo devora. Fue el mismo proceso (inducido por el capital) que impulsó al fascismo en Europa en el siglo pasado (financiado por banqueros de los EE.UU. e Inglaterra como bien se halla documentado a la fecha) con el objeto de detener la influencia de la URSS. Ello finalizó como terminan todos los fascismos: en la guerra.

Hace pocos días, en una entrevista en CNN, el presidente francés se mostró preocupado porque la crisis de la democracia se extiende en todo occidente. Su explicación es que las democracias liberales son muy colaborativas y abiertas, y por eso es fácil desestabilizarlas. Manifestó que las redes sociales dan noticias falsas que atentan contra las democracias. En Dinamarca se ha lanzado el “partido sintético”, un algoritmo artificial que condensa todas las expectativas y deseos de los electores y ya plantean escribirlo para las próximas elecciones. Twitter, Facebook y otras plataformas impulsan “la cultura de la cancelación”, no ya de los promotores del delito, sino de quienes manifiestan opiniones políticas contrarias al orden establecido. El debate político se ha visto superado por “los nuevos políticos de la violencia” que llevan a la polarización extrema y se aprovechan de una ciudadanía frustrada y desencantada que achaca a los políticos, sin advertir que es el sistema de desigualdad que aspira toda riqueza. La libertad pregonada por la democracia liberal ve ahora la libertad política como un riesgo, pero no a la libertad económica, base del sistema de acumulación actual del capital. Los políticos nada pueden hacer porque, o son parte de él, o no pueden poner los limites necesarios a través de la articulación de movimientos populares poderosos que restablezca el equilibrio democrático.

Se suprimen sistemáticamente culturas demonizando países enteros, y surge desde el Foro de Davos (centro de análisis de las principales corporaciones occidentales principalmente) la doctrina de las “partes interesadas”, donde los gobiernos y las mega empresas deben interactuar solucionando los problemas sociales y medioambientales: el gobierno debe estar en manos del Estado y las megacorporaciones.

El sexto tecnoparadigma (inteligencia artificial, robótica, transhumanismo, etc) se encuentra en plena marcha para facilitar la vida y controlar al ser humano en una trazabilidad perfecta desde su nacimiento hasta su muerte. La idea por cierto no es más democracia, sino menos democracia, dejando la gestión de lo público a una tecnodemocracia fuera de la gestión popular, gerenciando el Estado como una compañía, desconociendo la estatalidad como espacio de contención y desarrollo social. América latina es el último reducto donde la lucha y la intensidad política resiste bajo el viejo paradigma de la democracia liberal con pretensión de equilibrio; vaya la paradoja.


Dario Tropeano, abogado. Docente de la Facultad de Economía UNCo.

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