La quantitas que destroza la qualitas de nuestra educación
Lisandro Prieto Femenía *
En múltiples oportunidades hemos dicho que se puede hablar de conocimiento cabal cuando surge la comprensión, que es esa epifanía representada en la imposibilidad de olvidar algo porque fue bien aprendido (y consecuentemente, bien enseñado).
La paradoja es la siguiente: formamos profesionales en una carrera contra el tiempo, puesto que el tiempo es dinero, y perdemos en el camino la posibilidad de dar calidad a aquello que los cartones dicen acreditar: saber.
Como todo lo bueno en la vida, para formar personas pensantes, creativas, resolutivas, inspiradoras, es preciso un proceso pedagógico y cognitivo sin presiones ni prisas. Ahora bien, si prestamos un poco de atención a las exigencias a las que son sometidos profesores de todo el mundo para conseguir resultados utilitaristas, cumplir con promedios de aprobación y de rendimiento académico, notamos que evidentemente hay un conflicto que denota una contradicción pragmática peligrosa y engañosa: aprender o certificar que se aprobó una asignatura curricular.
La lógica del beneficio de la velocidad, precedentemente enunciada, está arruinando literalmente el espíritu de la escuela, la universidad, en fin, la enseñanza toda. Así como con exceso de emisión monetaria sin respaldo se logra la devaluación de una moneda, con la educación sucede algo similar: emitir cientos de miles de certificaciones que dicen acreditar saber año tras año, para incrustar a la fuerza en un mercado laboral salvaje a miles de jóvenes profesionales, sin experiencia laboral alguna y con contenidos aprehendidos tironeados de los pelos por el tiempo que demandan los créditos, sin duda alguna devalúa y genera una “inflación” educativa cuyo daño ya se está percibiendo en todo el mundo. En teoría, un docente no debería empeñar todos sus esfuerzos en acumular puntajes en Juntas de Clasificación, en contar con becarios y tesistas para alimentar su currículum y sus posibilidades de ascenso (al estilo empresarial), en asistir a eventos académicos innecesarios caracterizados por la pompa más que por la experiencia propia de compartir conocimientos fructíferos, etcétera. La preocupación primordial de cualquier profesor podría estar puesta en la preparación de una buena clase, lectura y relectura de materiales para ofrecer a los alumnos, empeño y dedicación en pos de la búsqueda de la comprensión por parte de los aprendientes. Y tal vez ésto no sucede, no porque no existan docentes comprometidos, probos y excelentes, sino básicamente porque la atención, el reconocimiento y el financiamiento siempre están puestos en lo accesorio previamente señalado y no en lo simplemente esencial.
Dejemos de lado, por un momento, el aspecto tristísimo de encontrarnos con licenciados que no pueden dar fe de aquello que se asegura haber comprendido mediante la aprobación de créditos académicos y certificaciones curriculares; con médicos que cometen errores totalmente evitables; contadores y administradores de empresas y finanzas que desconocen completamente la matriz básica del funcionamiento de una economía simple; abogados que carecen totalmente del principio de realidad o lógica propia de la jurisprudencia o el docente que debe enseñar a leer y escribir a los pequeños y su ortografía, gramática, vocabulario y sintaxis dan pavor. Lo que hoy queremos analizar no es eso, no creemos estar en condiciones o estar a la altura necesaria para darle su correcto tratamiento.
Sí nos interesa plantear un problema: ¿cómo se escapa de la lógica utilitarista, mercantilista de la educación para ahondar en otro modelo, otra forma, más sensata y necesaria, a fin de producir, mediante un sistema educativo coherente, seres libres, pensantes, prósperos y felices? Imaginemos por un segundo en la posibilidad de que nuestros sistemas educativos abandonen algún día la estricta economicidad con la que se proponen “educar” y se dediquen a formar a los alumnos seriamente y sin la prisa que se centra más en la cantidad que en la calidad. Pensemos por un instante un mundo en el cual el esfuerzo que ponemos en nuestro proceso formativo se proyecte en un sinnúmero de personas que trabajan de algo que aman, porque estudiaron algo que les gusta y que disfrutan apasionadamente.
Pasamos al problema ético filosófico: el puente entre la educación y la felicidad. En reiteradas oportunidades hemos expresado que es imposible ser feliz desde la esclavitud, y siguiendo el hilo lógico de lo precedentemente expuesto, es evidente que la única herramienta noble y eficaz para encauzarnos en la búsqueda de dicha libertad es, no me queda duda, la educación (no la sistematizada al estilo de pollos de granja engordando al mismo tiempo, sino la que apunte siempre a la comprensión).
Contrariamente a la tan promocionada ética del exitismo consumista, Aristóteles nos indicaba que las riquezas, el honor y las alabanzas públicas son parafernalias comparadas con la felicidad que se puede experimentar mediante una vida virtuosa que consiste en una constante búsqueda de comprensión que posibilita vivir dignamente. Mantener la búsqueda permanente de la felicidad mediante la formación continua y la promoción del pensamiento crítico y creativo, lejos de ser un ideal atemporal podría ser planteado como una meta y un derecho humano básico a resguardar, puesto que una persona que aprende para ser libre es un ciudadano que tiene más chances de sentirse y de ser parte de una comunidad a la cual le debe su parte, y con orgullo podrá brindar dicho aporte puesto que para ello abocó tantos años de estudio y esfuerzo con un sentido que excede y trasciende el mero mercado laboral y apunta a conformar una sociedad en la cual el bien común puede transformarse en una realidad cotidiana y no en un cliché moral nostálgico de un tiempo que pudo ser y nunca fue.
* Filósofo. Docente. Escritor.
Lisandro Prieto Femenía *
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