Muchos rusos se oponen a la guerra de Putin
Vladimir Kara-Murza *
A pesar de todas las dificultades para medir la opinión pública en un Estado autoritario -donde todas las cadenas de televisión están controladas por el gobierno y donde muchas personas, comprensiblemente, dudan en compartir sus opiniones políticas con encuestadores u otros extraños- las encuestas disponibles muestran un fuerte rechazo a un ataque militar contra Ucrania entre los ciudadanos rusos en general. La mayoría de las personas en Rusia ni está a favor de enviar tropas a Ucrania ni acepta la narrativa del Kremlin de tratar a Occidente como un enemigo.
No hay en absoluto certeza de que la oposición interna a la guerra en Rusia pueda tener algún efecto práctico. Lo cierto es que al alzar la voz contra otra nueva agresión del Kremlin, los miembros de la élite cultural de Rusia, actuando en la mejor tradición de la intelectualidad rusa y soviética, están defendiendo el honor de la nación de la misma manera en que los siete manifestantes que protestaron en la plaza Roja contra la invasión soviética en Checoslovaquia lo hicieron en agosto de 1968. “Una nación menos yo, no es una nación entera. Una nación menos diez, cien, mil personas no es una nación entera”, recordó Natalia Gorbanevskaya, poeta y una de las manifestantes de 1968. “Así que las autoridades ya no podían decir que había una aprobación nacional de la invasión a Checoslovaquia”.
En tiempos más democráticos en Rusia, la oposición a los actos de agresión del Kremlin no se limitaba a aquellos con la suficiente valentía como para enfrentar el encarcelamiento o algo peor por confrontar a un régimen autoritario. En enero de 1991, más de 100,000 personas se congregaron en la plaza Manézhnaya de Moscú, justo afuera de las murallas del Kremlin, para denunciar el ataque militar soviético a Lituania. En la década de 1990, se realizaron manifestaciones masivas en Moscú y San Petersburgo en oposición a la brutal represión en Chechenia. Cuando los legisladores comunistas intentaron realizarle un juicio político al entonces presidente Boris Yeltsin en mayo de 1999, sus colegas liberales le restaron importancia a la iniciativa y la calificaron de teatro político; sin embargo, incluso algunos de esos escépticos terminaron votando a favor del artículo que condenaba la guerra en Chechenia (no alcanzaron la mayoría requerida de dos tercios por apenas 17 votos).
En aquel entonces, Rusia tenía un parlamento real. En contraste la semana pasada la Duma, aliada oficialista, aprobó sin mucho debate una resolución sobre el reconocimiento diplomático formal de los dos enclaves separatistas respaldados por el Kremlin en el este de Ucrania, con una votación de 351 a 16 (todos los principales partidos de “oposición” estuvieron de acuerdo. De hecho, fueron los comunistas quienes amablemente presentaron la moción en beneficio del Kremlin).
Si Putin realmente ataca a Ucrania, podría terminar haciéndolo bajo su propio riesgo. Los gobernantes rusos no tienen un buen historial de “pequeñas guerras victoriosas” lanzadas con fines políticos internos, desde las desastrosas campañas del régimen zarista en Crimea y Japón en el siglo XIX y principios del siglo XX hasta la invasión de Afganistán en los últimos años de la Unión Soviética. El resultado suele ser lo contrario a lo que se pretendía. “Para Rusia, este tipo de guerras no solo terminan sin éxito, sino que a menudo culminan en una catástrofe política”, advirtió el profesor Andrei Zubov, un eminente historiador que fue despedido de la principal academia diplomática de Rusia en 2014 por su oposición a la anexión de Crimea. “Sabemos cuál fue la actitud de la población tras la derrota en la guerra ruso-japonesa de 1905 (que condujo a la primera revolución de Rusia). Podríamos ver lo mismo ahora. Podríamos enfrentar una situación en la que la gente no acepte esta apuesta del régimen”.
Para alguien tan obsesionado con la historia de Rusia como Putin, sería irónico que tropezara con uno de sus errores más repetidos.
* Analista de The Wahsington Post. Texto reducido.
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