Ya no quedan más opciones


Hay señales de que más políticos concluyen que lo que necesita el país es un baño de realismo, pero lo han dejado tan tarde que los problemas tienen dimensiones monstruosas.


El conflicto entre Alberto Fernández y su jefa política no se debe a sus eventuales discrepancias ideológicas sino a que desempeñan papeles distintos. No es lo mismo estar formalmente a cargo del gobierno como Alberto y, en el caso de Cristina, dedicarse a criticar el accionar del gobierno que había formado como si fuera una comentarista independiente.

Alberto jura que coincide plenamente con Cristina acerca de la maldad del FMI, lo inhumanos que son los ajustes, la supuesta necesidad de reformar el sistema jurídico para que los jueces dejen de molestarla por lo que hizo en el pasado reciente y otros asuntos, pero no puede olvidar que las medidas que tome, o que se niegue a tomar, tendrán consecuencias concretas.

Demás está decir que Cristina entiende muy bien que a menudo quienes gobiernan tienen que conformarse con el mal menor, pero sucede que está mucho más interesada en aprovechar las dificultades que hacen tan ingrata la labor de Alberto que en ayudarlo a solucionarlas.

Mientras que Cristina y sus adherentes viven en un mundo en que nunca es necesario ajustar nada, Alberto y aquellos funcionarios que le responden están en uno en que los recursos son limitados.

Saben lo fácil que es decir, como viene haciendo el gobernador bonaerense Axel Kiciloff, que hay que pedirle al FMI que deje de hablar de ajustes porque la situación social no da para más, pero son conscientes de que la precaria economía nacional no está en condiciones de financiar por mucho tiempo más los programas sociales vigentes y que a menos que se reduzca el gasto público la inflación echará más nafta sobre el ya combustible conurbano que en cualquier momento podría estallar.

Felizmente para ellos, pero no necesariamente para el país, parecería que los despreciados tecnócratas del Fondo han optado por dejar todo en manos de Alberto con la esperanza de que no pruebe suerte con un nuevo default que tendría repercusiones en otras partes del mundo. No lo presionan para que ajuste porque confían en que las circunstancias lo obligarán a hacerlo.

A todos los gobiernos del planeta les cuesta reconciliar lo económico con lo social, y esto con lo político, porque privilegiar a uno provoca distorsiones en los demás que andando el tiempo resultarán ser insostenibles. Es lo que ha ocurrido en la Argentina, donde la voluntad de tantos a subordinar virtualmente todo a sus propios proyectos políticos ha tenido consecuencias nefastas, pero desgraciadamente para los dirigentes actuales de las distintas facciones que aspiran a conseguir más poder, es tan mala la situación que hasta nuevo aviso tendrán que dar prioridad a lo social y económico a sabiendas de que, tal y como están las cosas, a menos que el país se haga más productivo no contará con los recursos que precisará para atenuar los problemas de quienes viven en la pobreza extrema.

El gobierno actual, como los anteriores, basa su gestión en la fantasía de que la Argentina sea mucho más rica de lo que harían pensar las estadísticas que figuran en los informes tanto nacionales como internacionales. También influye la convicción de que las dificultades se deben en buena medida a la inoperancia o peor de los adversarios de turno.

Así pues, mientras que Mauricio Macri apostó a que la derrota del kirchnerismo en las elecciones de 2015 fuera más que suficiente como para desatar una lluvia de inversiones, Alberto y sus colaboradores imaginaron que, sin Macri en la Casa Rosada, la economía se pondría a crecer a un ritmo vertiginoso, lo que, entre otras cosas, les ahorraría la necesidad de confeccionar un plan.

Ambos gobiernos se entregaron al facilismo voluntarista que, desde hace mucho tiempo, es típico del pensamiento de la clase dirigente nacional. Aunque algo similar sucede en todos los países, incluyendo Estados Unidos, en ningún otro ha tenido secuelas tan trágicas como en la Argentina donde el optimismo principista, por llamarlo así, cuyo síntoma más evidente es la inflación crónica, ha llevado a la depauperación de al menos veinte millones de personas.

Hay señales de que más políticos están llegando a la conclusión de que lo que necesita el país es un baño de realismo, pero lo han dejado tan tarde que los problemas han adquirido dimensiones monstruosas.

Es una cosa ser realista cuando la tasa de inflación es del cinco por ciento anual, digamos, y otra cuando supera el cinco por ciento mensual. Asimismo, aunque es lógico reaccionar frente a una emergencia breve repartiendo subsidios entre los damnificados, institucionalizarlos ocasiona perjuicios no sólo económicos sino también sociales al transformar a personas que en otro contexto serían capaces de valerse por sí mismos en dependientes del Estado o de organizaciones clientelares.


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