“Prevención” que mata
El aberrante crimen del adolescente Lucas González reveló una vez más los graves problemas de formación, la persistencia del racismo, la impunidad y la falta de conducción política orientada a la defensa de los derechos humanos de las fuerzas de seguridad, que se advierte en muchas jurisdicciones del país.
Lucas González murió de un balazo en la cabeza por parte de tres policías de CABA que actuaron de civil, agresivamente, sin identificarse y que dispararon a matar para detener lo que interpretaron como un intento de fuga. Tras el hecho, armaron un relato arbitrario sobre un presunto episodio delictivo y un “enfrentamiento” que jamás ocurrieron, plantaron un arma falsa y comunicaron su versión dos veces a través de la oficina de prensa del ministerio de Seguridad porteño, que se vio replicada por diarios, agencias, portales y canales.
La farsa se desactivó en 48 horas, porque hubo testigos y filmaciones del hecho, porque Lucas y sus tres amigos eran deportistas sin antecedentes, queridos en el barrio y en el Club Barracas donde entrenaban, y la familia tuvo una actitud firme de denuncia. El gobierno porteño debió pedir disculpas, separó a los policías y puso recursos a disposición de la investigación.
Sin embargo, el hecho parece muy lejos de ser un “caso aislado”, como se señaló desde la administración de Horacio Rodríguez Larreta. El caso volvió a poner en la lupa el accionar de las “brigadas” policiales que tienen permitido actuar sin uniforme y en autos sin identificar. La Ley 5688 de Seguridad Pública de CABA se los permite, aunque lo regula en forma estricta y lo limita a investigaciones especiales por orden judicial o en la prevención de delitos complejos como el narcotráfico, crimen organizado, robos calificados, homicidios, entre otros. El problema es que en la ambigua definición de “prevención” los controles externos se relajan y permiten acciones arbitrarias y a menudo brutales como la del caso de Lucas. Extorsión a vendedores, pedidos de “peaje” a los jóvenes que circulan en barrios pobres o a quienes salen de las “cuevas” del microcentro y operativos fraguados para “hacer estadística” positiva son moneda corriente.
No es una realidad privativa de la Ciudad de Buenos Aires. Organizaciones de derechos humanos vienen denunciando desde el año pasado que las restricciones por la pandemia incrementaron la discrecionalidad y los abusos de fuerzas de seguridad provinciales y federales. Los casos del joven bonaerense Facundo Astudillo Castro o el peón rural Luis Espinoza en Tucumán fueron los más emblemáticos de las más de 500 denuncias de maltratos y 25 muertes confirmadas en 2020. La Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) estira a 92 las muertes civiles a manos de uniformados en pandemia, con 34 casos de “gatillo fácil”.
Amnistía Internacional alertó sobre la repetición de hechos de violencia policial en el país y recordó los principios básicos de toda actuación: Legalidad (la fuerza debe estar fundada en la ley y al servicio de un objetivo preestablecido), Necesidad (deben agotarse los medios no violentos antes de usar la fuerza y armas de fuego sólo cuando hay riesgo para la vida de las personas), Proporcionalidad (debe guardar relación con la gravedad del delito y el objetivo) y Rendición de cuentas (control político y ciudadano de las acciones). Ninguno fue respetado aquí.
Es necesario desde la autoridad replantear los criterios de formación de policías y otros agentes de seguridad. Y un compromiso que refuerce el control civil en los cuerpos y comunique de manera contundente que ninguna violación de derechos humanos será tolerada, los hechos serán investigados, todos los responsables juzgados y no se avalarán “relatos” basados en prejuicios. A los dirigentes políticos y medios de comunicación les cabe la tarea de dejar de avalar y replicar acríticamente discursos demagógicos y militaristas que prometen acabar con el delito “metiendo bala” o con “mano dura”, que alientan comportamientos arbitrarios y asesinos.
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