Alicia, tercera generación de croatas que eligió el Valle para quedarse

Su abuelo fue el primero en venir. Luego llegaron tíos y su padre. Su madre también era de la exYugoslavia. Toda la familia se dedicó a la fruticultura. Historias de familias separadas por la Primera Guerra Mundial. Desde años se juntan una vez por año en las chacras para transmitir las tradiciones.

“Dobrodosli”, dice un cartel inmenso en la entrada de una chacra de Paso Córdoba, colgado en dos álamos que enmarcan la tranquera. Para más precisiones, antes de llegar al puente de La Laguna. Allí se encuentra una vez al año parte de la comunidad croata que reside en la región. Son una gran familia de tres generaciones, que arman juntadas para saber de nacimientos, fallecimientos, casamientos, bautismos, cumpleaños y sobre todo para mantener viva la tradición de quienes escaparon de la guerra y llegaron en barco desde la exYugoslavia, buscando en el Valle un lugar feliz para llevar adelante su familia.

La historia de sus apellidos, como de la mayoría de los inmigrantes, es ya sabida. En los escritorios de Migraciones, los empleados los inscribían con la fonética de los apellidos que les sonaban. No compartían el mismo idioma.

Así pasó con los primeros Bezic o Besich que llegaron, abuelos de quien hoy cuenta la historia, una nieta e hija de croatas que llegaron a estas tierras.

Alicia Dobra, tiene 70 años, nació en Argentina pero por sus venas corre sangre croata. Su abuelo llegó desde la isla Solta; sus padres, ambos de la misma nacionalidad, emigraron tiempo después cuando los aventureros de la familia pudieron garantizarles un futuro en tierras americanas. Se radicaron en el Alto Valle de Río Negro y Neuquén por las potencialidades de desarrollo que brindaba la fruticultura local.

Su futuro lo encontraron primero en las tierras “prestadas” dedicadas a la horticultura y años después, en campos propios con plantaciones frutícolas. Primero llegó su abuelo, que había quedado viudo en tierras europeas y luego ahorrando dinero de su trabajo pudo traer a sus hijos. Llegarían también cuatro de sus hermanos al enterarse de las bondades de estos lugares.

Tres generaciones de croatas con las manos puestas en el suelo fértil. Nacida y criada en las chacras, Alicia estudió y se recibió de ingeniera agrónoma. Fue docentes hasta que se jubiló hace diez años en la facultad de Ciencias Agrarias de Cinco Saltos, de la Universidad Nacional del Comahue. A ella también, la producción la marcó de por vida.

Pero, ¿Cómo nació esta historia de inmigrantes? “Mi abuelo estuvo en la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó, se casó y tuvo dos hijos, pero con tanta mala suerte que su esposa falleció cuando mi mamá tenía cuatro años. La Argentina era un país que estaba recibiendo inmigrantes y se la veía con muy buenos ojos.

Mi abuelo viaja en 1930, llega a Buenos Aires y se aloja en el hotel del inmigrante. Allí tenían disponible información sobre lugares del interior donde podían encontrar trabajo. El Valle estaba empezando con la fruticultura y la producción hortícola así que se vino a radicar a Cipolletti”, recordó Alicia. Allí, el abuelo, aprendiendo el idioma comenzó con la producción de papas. Vivía en una casita de techo de paja en Villa Elvira, pero pudo con eso juntar dinero para enviar a Croacia para que pudieron venirse sus hermanos.

Dos o tres años después, logró gestionar el viaje a Argentina de sus dos hijos, una niña de ocho años y un niño de seis. “Mi mamá creció ahí y tenía que ir a la escuela, pero el colegio recién se estaba construyendo así que recién pudo empezar el primer grado a los nueve años. Llegó hasta cuatro grado. Aprendió a bordar y tejer pero fundamentalmente aprendió el idioma español porque hasta ese momento solo hablaba croata”, agregó la ingeniera agrónoma.

Los años fueron pasando y los hermanos croatas pudieron comprar su propia chacra en cercanías de Paso Córdoba, donde se dedicaron a la fruticultura, principalmente a la manzana.

“Mi mamá creció al lado de todos ellos cosechando manzanas y viviendo de la chacra”, dijo la mujer.
Y en ese campo comenzó la historia de amor de la segunda generación de inmigrantes de la exYugoslavia.
El padre de Alicia trabajaba como fogonero en un barco carguero que conectaba Argentina con Europa. Un día de simple rutina, al tocar continente decide comunicarle al capitán que se iba a quedar en este país, que no iba a volver a subirse al barco. El jefe lo deja en el puerto con apenas unos pocos billetes para la comida. Se alojó como la gran mayoría de los inmigrantes, en el hotel que los esperaba.

Consiguió trabajo en un frigorífico de pescado, donde permaneció tres año s. Pero el frío comenzó a ocasionarle serios problemas en su salud y los médicos le recomendaron cambiar de oficio.

“Ya tenía 24 años y una noche en el hotel de los inmigrantes se enteró que mi abuelo había mandado desde el valle un pasaje para un primo que vivía en Buenos Aires, pero resultó que ese primo se había ido a otro lugar y alguien se lo ofreció a mi papá. Se vino para acá para trabajar en una de las chacras de la familia Toschi, junto a mi abuelo. Así fue como conoció a mi mamá. Eran muy jóvenes ambos, pero se fueron enamorando y con el tiempo también armaron una familia”, reveló Alicia.

De ese matrimonio nacieron seis hijos que también aprendieron a convivir con la rudeza del campo. Los primeros nacieron en la casa de los abuelos porque sus padres aún no habían terminado de construir la casa de la chacra de la nueva familia.

Cuando a Alicia se le pregunta cual es uno de los tantos recuerdos que tiene de su infancia, ella recuerda los días de heladas y escarcha en los que junto a sus hermanos tomaban sus bicicletas y partían hacia la escuela primaria. Transitar cinco kilómetros para ir a estudiar no era tarea sencilla y requería de un temple de espíritu que estos niños habían heredado de sus padres y abuelos.

Cuando algunos de los seis hermanos estaban por terminar el nivel primario y al resto les faltaba poco, el matrimonio resolvió comprar una casa en General Roca para que pudieran cursar el ciclo secundario.
“A mí me parece que es muy importante ese pensamiento que tenía mi papá de que los hijos teníamos que estudiar para desarrollarnos profesionalmente en el futuro. Mi papá solo fue hasta segundo grado, solo sabía leer, escribir y firmar. Siempre tuvo en la cabeza junto a mi mamá, la idea de que sus hijos tenían que ser universitarios. Con todo lo difícil que fue esa época lograron que los seis hermanos tuviéramos el secundario completo y tres de nosotros tengamos un título universitario”, comentó la mujer.

Ella es ingeniera agrónoma, una hermana es psicóloga, otra es profesora de Letras, la tercera es profesora en Bibliotecología. Para Alicia entran en el listado dos hermanos más que si bien iniciaron una carrera universitaria no llegaron a obtener su título. Una de ellas es visitadora médica y su hermano trabaja hace más de 24 años, como personal no docente de la Universidad Nacional del Comahue.

“Yo lo que rescato mucho y siempre lo digo de estos inmigrantes croatas es que con todas las dificultades que tuvieron que afrontar y con todo lo que les hizo falta en su momento, pudieron formar una familia de clase media y hacer que sus hijos estudien. Todos los nietos de mi mamá y mi papá son profesionales”, insistió.

El entrañable regreso
El abuelo de Alicia Dobra jamás pudo regresar a su pueblo natal, empecinado en darse un futuro, uno mejor para su familia e hijos, no encontró la oportunidad de regresar a su amada Yugoslavia.

Los últimos años de su vida, cuando las manos curtidas y la espalda vencida le dijeron basta al trabajo duro de la chacra, los pasó en la casa de sus hijos rodeado del calor de sus nietos, de aquella pequeña familia que había formado acá. Añorando quizás los años de la Croacia natal.

Los padres de Alicia, también siempre tuvieron la necesidad y el deseo de volar sobre el gran charco y llegar a las islas, pero solo lo pudieron concretar cuando el abuelo falleció. “Mi mama y mi papá tuvieron la posibilidad de viajar a Croacia en 1978. Cuando llegaron allá, los padres de mi papá ya no estaban pero tuvo la oportunidad de reencontrarse con dos de sus hermanos”, contó la descendiente de croatas.

Siete años después, le llegó el turno a Alicia, que anhelada conocer la tierra de sus ancestros. Tuvo que viajar a España por un curso de especialización sobre las plagas en los frutales de pepitas y no desperdició el momento para conocer las islas de las que tanto había escuchado hablar durante toda su vida.

“Yo conocía las islas por los cuentos que siempre nos contaba mi abuelo, que era un gran contador de cuentos. Pude conocer el lugar donde nació mi mamá, donde nació mi papá; pude bañarme en el Adriático. Fue un viaje muy pero muy emocionante. Pero por las cosas de la vida no pude regresar nunca más. Igual pienso que siempre puede surgir una nueva oportunidad”, concluyó Alicia que es parte de una historia de tantos inmigrantes que le pusieron el cuerpo a la vida.


Del pescado al asado argentino, dos culturas ensambladas


Cuando pasan tantas generaciones de familias de inmigrantes y descendientes indefectible muchas cosas van quedando en el camino, olvidadas por los nuevos retoños que nacidos en tierras argentinas van diluyendo el sentido de pertenencia extranjero.

Y la comunidad croata no es la excepción. Pero cuando se le pone garra, hay historias, tradiciones, costumbres, comidas y cantos que se van pasando de abuelos a nietos e incluso bisnietos.

Esta nota arrancó con un “Dobrodosli”, un bienvenidos. Cuando se le preguntó sobre esto a una de las descendientes de aquellos hermanos que luego de la guerra pisaron tierra americana, recordó que “el idioma se fue perdiendo con el paso del tiempo, así que muchas palabras más que saludar no podemos decir. Pero esa palabra sí, es una gran palabra, es abrazo, es reencuentro y mucho afecto, de corazón a corazón”.

Y de eso se trata en aquella chacra cerca de Paso Córdoba, donde aparece el cartel gigante. Es el lugar donde una vez al año, se arma la “Bezicheada”. El reencuentro.

Son los integrantes de segunda y tercera generación que se reúnen para compartir comidas tradicionales crotas, donde por el aire circula el idioma natal de los mayores, donde de vez en cuando no falta el asado y las empanadas. Pero además, entre postres, álamos y sol de otoño comienzan a rondar las historias que de pasada van quedando en la mente y el recuerdo de los más pequeños de las familias.

Esto permite que las infancias puedan ir conociendo de donde vienen, cómo fue el viaje en barco, se honra la vida en esto”, consideró Dinka Bezic integrante de una de las familias croatas de la zona.

Donde se percibe mejor la tradición en los encuentros, es en los postres. Y como no podía ser de otra manera, la vedette de todos las juntadas son los postres con manzanas y nueces. Y no puede faltar nunca el strudell. Tampoco el pescado.


“Dobrodosli”, dice un cartel inmenso en la entrada de una chacra de Paso Córdoba, colgado en dos álamos que enmarcan la tranquera. Para más precisiones, antes de llegar al puente de La Laguna. Allí se encuentra una vez al año parte de la comunidad croata que reside en la región. Son una gran familia de tres generaciones, que arman juntadas para saber de nacimientos, fallecimientos, casamientos, bautismos, cumpleaños y sobre todo para mantener viva la tradición de quienes escaparon de la guerra y llegaron en barco desde la exYugoslavia, buscando en el Valle un lugar feliz para llevar adelante su familia.

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