Yanina, enfermera todoterreno

Tiene 25 años y es la encargada de la atención médica en una docena de parajes a los que nunca llega nadie. Con pocos recursos pero con una gran voluntad, recorre cientos de kilómetros a bordo de una vieja ambulancia. Una historia de vocación y compromiso en lo más profundo de la Línea Sur.

por: ADRIAN ARDEN

adrianarden@rionegro.com.ar

FOTOS: CESAR IZZA

fotoizza@yahoo.com.ar

En el televisor sin colores está Susana haciendo esfuerzos por parecer más flaca. También está Maradona hablando de su revolucionaria dieta y en cinco minutos estará Viggo Mortensen jurando que nunca se olvidará de Argentina. Hay público que grita y aplaude, hay diez mil papelitos de colores y hay tres celebridades amándose en vivo y en directo. Y enfrente de ellos está Yanina, que come y mira de reojo. Y ya casi ni se ríe de todo aquello.

Son más de las diez de la noche en Mencué y afuera no quedan muchas luces prendidas. El pueblo mínimo descansa en paz y ella se refugia en esa pantalla satelital que le ayuda a anestesiar el aburrimiento y la soledad en este desierto de distancias interminables y miradas esquivas. De calles irregulares, de puertas abiertas a cualquier hora y casas donde el progreso se demuestra y el lujo se ostenta con el auspicio de Direct TV. Yanina lo descubrió bastante rápido: buena comida y mejor tele son los pocos gustos que puede darse por aquí. Y eso intenta desde el día que llegó.

Fue hace tres años. Acababa de recibirse de enfermera en Allen y atrás quedaba su familia en Sierra Colorada, una promesa de trabajo en Cipolletti y la posibilidad de una vida más organizada y previsible en cualquier ciudad. Pero a los 22 los sueños de cualquiera son bastante más que eso y los de Yanina también. Por eso cuando escuchó la propuesta no tuvo ninguna duda: sería enfermera rural en una zona en la que eso suena a hazaña. A sacrificio. A pura vocación. En pocos días armó las valijas, se despidió de tod el mundo, compró el pasaje y llegó a su nuevo destino.

Mencué es un refugio en lo más profundo de la Línea Sur rionegrina (a 300 km de Roca y 640 de Viedma) que se recorre en pocos minutos y que aún a mediados de noviembre se sufre hasta en los huesos. El frío es intenso y Yanina cumple en recordarlo cada vez que debe hachar y traer leña para alimentar esa cocina que sólo ella maneja a la perfección y que por aquí todavía es tan común. La mujer del cuerpo frágil y las manos decididas abre la puertita, remueve las brazas y ubica los troncos con la precisión justa como para que mantengan el fuego y duren el mayor tiempo posible. Y casi siempre lo logra.

 

Yanina

«Yanina, la enfermera», tal como se la conoce por aquí, es en realidad Yanina Burgos, tiene 25 años y más ganas de trabajar que recursos para hacerlo. Es la encargada del puesto de salud de Mencué y además atiende a una decena de parajes que quedan a cientos de kilómetros de allí.

En esos lugares no viven más de 600 vecinos en total, pero están tan alejados que llegar a ellos implica un viaje de un par de horas a veces sólo para suministrar una vacuna o un calmante. Muchas veces pasan meses sin ver a alguien y en algunos casos ella es el único contacto que tienen con el mundo. Casi ninguno cuenta con los servicios básicos y varios toman agua de una vertiente que comparten con los animales que crían. Algunos se enferman, se curan y se vuelven a enfermar sin que nadie se entere por varios meses.

Hay padres que también son parteros y otros que recién están entendiendo porqué es bueno que los chicos aprendan a leer y escribir. Hay chicos que no nacieron para ser chicos, hay otros que a los seis años trabajan como adultos y hay algunos que nunca pisaron (ni lo harán) una escuela. Lo más probable es que muchos de ellos jamás se pregunten qué hay de malo en todo ello. Y hay madres que a los 32 años ya están cansadas de parir y parir pero que no se animarían a decirlo. Algunas fueron entregadas a sus maridos por un par de chivos y casi todas se reconocen como mujeres campesinas: arrean animales, crían hijos y esquilan ovejas sin pedir permiso ni esperar retribución.

Y casi todos nacieron y se criaron allí. No conocen nada más que eso y también juran que son felices. Yanina les cree. Sabe que es cierto. Lo entendió de entrada y sin mucho esfuerzo. «Vos te das cuenta cuando llegás…te atienden con mucho cariño y no quieren que te vayas. Hay familias que anotaron y vacunaron a sus hijos a los tres años de haber nacido…yo al principio no lo podía creer, pero después ya no te sorprende nada. ¿Cómo hizo ese nene para estar tanto tiempo sin la BCG?, por ejemplo…no sé. Lo único seguro es que

muchos de ellos nunca se enfermaron y tienen una salud de hierro, pese a vivir como viven. Y nunca los vas a sacar de allí…porque allí están bien», dice la enfermera.

Hoy es lunes y la tarde recién empieza. Las peores nubes ya pasaron de largo y sólo queda un viento que por momentos resulta insoportable. «Tenemos que vacunar a dos nenes en Quili Mahuida y Cañadón Mencué» dice Yanina. Su compañero Ariel, que también promedia los veintipico y es auxiliar de enfermería, escucha y en pocos minutos está listo para partir.

Se suben a una vieja ambulancia, cuidada pero vieja al fin, y se largan al camino. Lo que para el resto podría significar un gran esfuerzo para ellos parece simple rutina. Y así lo viven.

 

Los Arias-López

Cualquiera que logre llegar a Cañadón Mencué inevitablemente se sentirá vencedor de un rally. Las piedras, el serrucho del camino, las huellas de la lluvia y la falta de mantenimiento nunca fueron tan imposibles. Allí viven Sebastián Arias, su esposa María López y sus 8 hijos. La casa es una cocina y un dormitorio construidos en adobe y chapas viejas que no siempre (tampoco hoy) protegen del frío.

El primer vistazo arroja rejunte de cocina a leña, u banco, unas sillas viejas, una mesa más vieja aún y unas paredes descoloridas y decoradas con una foto del mismo paisaje que se ve desde la puerta. Nada más.

«La casa es nueva y es más cómoda que la otra que teníamos antes», dice Sebastián y será una de las dos frases más largas que pronuncie en toda la visita médica. Yanina se prepara para trabajar y repasa su historia. El hombre nació acá, se crió acá y se casó acá. Fue partero de sus primeros hijos, tiene a cinco de ellos en la escuela albergue de un paraje cercano, otros dos con principio de desnutrición y un último que ahora no para de llorar tras ser vacunado.

«Acá muchos hombres deber ser parteros: imaginate que las mujeres empiezan con las contracciones y el viaje al pueblo más cercano les lleva más de seis horas a caballo. Es así…tienen que arreglárselas solos». Y tipos como Sebastián se las arreglan solos. No les queda otra.

Tiene 14 chivas en su campo y vive de eso y de la ayuda que le da la Comisión de Fomento. Aunque son más las veces que espera sin que nada llegue. Como hoy. «Hace meses me dijeron que me iban a traer una garrafa, se llevaron la que yo tenía para cambiarla y no volvieron», dice el hombre y no necesita explicar lo que debe ser el invierno en estas distancias. Esa visita sin retorno del Comisionado fue la última que recibió y sabe que van a pasar meses hasta que le de la bienvenida a alguien más.

Y, en verdad, eso no parece preocuparle demasiado.

A su lado María carga con su hijo más chico y no le quita la vista de encima a los dos que miran desde lejos. Los otros cinco se fueron en marzo y volverán recién en diciembre. «¿Los extrañás?». María mira y responde: «No». Y volvería a responder lo mismo si le repitieran la pregunta. Pero nadie se anima a hacerlo y ya es hora de partir.

 

Los otros Arias-López

Quili Mahuida queda a media hora de viaje y las cosas no parecen ser muy distintas por allí. Esta vez los que abren las puertas de par en par son Esteban Arias, su esposa Celestina López y sus cuatro hijos que tampoco están muy acostumbrados a las visitas.

Sus vecinos más cercanos son Sebastián y María y a ellos los une una relación muy especial: en verdad, los dos varones son primos y las dos mujeres son hermanas, pero desde hace años no se hablan. Justo desde aquel día que empezó con alcohol desde temprano, siguió con un familiar muerto luego de una violenta pelea y terminó bien tarde con los dos hombres prometiéndose que nunca más se mirarían a las caras. Y así lo hicieron. Apenas Yanina baja de la ambulancia Esteban le cuenta: desde hace días están con vómitos, diarrea y mareos y lo único que tomaron son unas pastillas que tenían de una visita anterior. Ellos ya están bien, pero los nenes todavía se ven muy decaídos y son los primeros a los que acude la enfermera.

El susto pasó y ahora deben tomar más remedios y almacenar otros por las dudas que vuelva a ocurrir y, como pasó ahora, no haya nadie que los atienda. «Yo vivo acá porque me gusta la libertad del campo. Cuando voy a la ciudad no veo la hora de volver porque me aburro mucho. Esta es mi vida y acá soy feliz», dice Esteban. «Acá» es un paisaje que incluye animales, montañas, la cercanía del Limay y una vertiente de la que ellos toman agua y que no le hace mucha gracia a Yanina. En su curso de agua hay zapatillas viejas, botellas de plástico y basura que a esta altura es imposible de identificar.

«Ustedes siempre hiervan el agua antes de tomarla y siempre lavense las manos. Limpien el lugar donde cocinan, para evitar las enfermedades», les aconseja. Esteban se crió por acá y de acá no se quiere mover. Lo mismo que Celestina. La última vez que ella fue a Piedra del Aguila, la ciudad más cercana, fue hace diez años y no se muere de ganas por volver. Sus dos hijos mayores tienen 18 y 16 años y no fueron a la escuela: trabajan en el campo. Por eso ahora Yanina les explica con tantos argumentos porqué deben mandar a los otros a las aulas. Para que no los estafen más. Para que sepan contar la plata. Para que sepan leer. Para que aprendan a defenderse, les dice y ellos escuchan. A tres horas de la ciudad más cercana este mundo parece tan increíble y real al mismo tiempo que es imposible despedirse y olvidarlo rápidamente.

 

Yanina, otra vez

A las 9 de la noche la enfermera ya está de vuelta en la salita que también es su casa, que es depósito y punto de distribución de un plan alimentario nacional, refugio de mujeres maltratadas, cabina telefónica, biblioteca popular y vaya a saber cuántas funciones más. Desde allí planea su futuro: «Me gustaría ir a vivir a un lugar más grande…acá estoy bien, la gente me quiere y yo estoy muy encariñada con todos, pero a veces siento que estoy postergando demasiado mi vida personal. Tiene que haber un lugar en donde yo le sea útil a la gente y a la vez poder sentirme bien, sin estar tan sola».

Por ahora ese lugar tiene nombre (Comallo), ubicación (100 kilómetros desde allí por la ruta a Jacobacci) y sentido (organizar un poco su propia vida). La enfermera hace cuentas y parece que ya todo está planeado. En el fondo hasta parece una excusa para seguir haciendo lo mismo, pero en otro lado. Yanina es de las que sueñan en grande. Y lo bien que hace.

La muerte, la vida y el primer gran susto

Mi mayor dolor. «Seguramente, cuando se te muere alguien. A mí ya me pasó y siempre me cuesta mucho seguir adelante después. Me pasó una vez con un nenito que fue arrollado por un auto y que llegó muerto, pero la madre me pedía por favor que haga algo. Yo sabía que ya estaba muerto, pero ella necesitaba creer que yo se lo podía salvar. Hice todo lo que estaba a mi alcance, pero obviamente no pude. Otra vez me pasó con un enfermo mental que se me escapó en medio de una tormenta de nieve. Lo buscamos horas con la Policía pero recién lo encontramos muerto al otro día, tapado de nieve. Lo que más me impresionó es que no estaba en posición fetal, como en general ocurre. Estaba tendido sobre la nieve, con los brazos y las piernas abiertas, como si estuviera en paz. Varios días tardé en recuperarme de eso».

Mi mayor alegría. «Traer un bebé al mundo, traer vida. Creo que sin dudas esa es la experiencia más fascinante que puede tener cualquiera que trabaje en Salud. Verlos cuando nacen y después verlos crecer, sabiendo que vos los ayudaste a venir al mundo es increíble. Y acá a veces llegan las mujeres a punto de parir y te las tenés que arreglar en dos segundos. La primera vez llegó una mujer y apenas se acostó el bebé ya estaba saliendo solito. No tuve que hacer casi nada porque vino solo, pero al ser la primera vez la experiencia fue bastante fuerte, que digamos».

El primer susto. «Fue también a los pocos días que había llegado. Acá la gente tiene muchos accidentes propios del campo y esa vez era un hombre que llegó a la noche desesperado. Estaba hachando leña y se provocó un terrible corte en la cabeza y en los dedos, llegó acá y había que hacerle una sutura, algo que yo no había hecho nunca. Por suerte el director del hospital de El Cuy me guió por teléfono y me animé. Finalmente todo salió bien, pero te juro que cuando lo vi llegar con la cabeza y las manos sangrando en el medio de la noche me temblaron las piernas».


por: ADRIAN ARDEN

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